Hijo de la Luz

Hace más de dos mil años nació en un lejano pueblito de Palestina un hombre que habría de cambiar el curso de la humanidad.
En solo tres años que duró su vida pública, sin llegar a ser gobernante, ni político, ni sacerdote, ni siquiera un hombre ilustre para su época, logró hacer mucho más que todos ellos juntos.
Pudiendo haber sido el hijo del César Augusto, el hombre más poderoso, rico e influyente sobre la tierra, en el inmenso imperio romano, optó, no obstante, por ser el hijo de un humilde y desconocido carpintero.
Pudiendo asumir la más alta investidura de su propia Iglesia, aquí en la tierra, por el contrario, fue injuriado, perseguido, juzgado y crucificado por esas mismas autoridades.
Un día, este joven de treinta años salió de Nazareth hacia el río Jordán para ser bautizado por su primo Juan. De allí regresaría de nuevo a Galilea, al pueblo de Carfanaún donde iniciaría su predicación. Sus discípulos fueron pescadores o cobradores de impuestos. Gente sencilla, humilde, sin mayor formación, y muy lejana de los palacios y de la alta dirigencia política o religiosa.
A su paso curaba a todos los enfermos y enseñaba cual era el verdadero camino para llegar a Dios y a la vida eterna. Hablaba de la bondad, del perdón, del amor, de la fraternidad. Pero se le acusó de borracho y comilón. De codearse con gentuza insignificante y pecadora. De blasfemo: de hacerse llamar Hijo de Dios.
Sin embargo, por su cuerpo corría la sangre de David, Jacob, Isaac y Abraham. La misma sangre que derramaría para que pudiésemos entender cual era el camino a seguir en esta tierra donde el juego de los humanos por el poder y la riqueza se conjuga con la maldad, la injusticia, el engaño y la hipocresía.
Hoy sabemos que ese joven “rebelde” de Galilea, que se enfrentó a su propia Iglesia, al Sumo Pontífice, al Consejo y a los Doctores de la Ley, a los santos fariseos y saduceos, no solo representó con sus acciones y palabras el verdadero espíritu de Dios, sino que de hecho, fue el mismo Dios que se hizo hombre y que aun después de muerto permanece vivo, muy cerca de nosotros.
Ese hombre llamado Jesús, nunca se ha alejado de nosotros. Celebremos, entonces, la Navidad con la misma alegría que Él nos mostró en las bodas de Caná, rodeados de familiares y amigos.
Pudiendo haber sido el hijo del César Augusto, el hombre más poderoso, rico e influyente sobre la tierra, en el inmenso imperio romano, optó, no obstante, por ser el hijo de un humilde y desconocido carpintero.
Pudiendo asumir la más alta investidura de su propia Iglesia, aquí en la tierra, por el contrario, fue injuriado, perseguido, juzgado y crucificado por esas mismas autoridades.
Un día, este joven de treinta años salió de Nazareth hacia el río Jordán para ser bautizado por su primo Juan. De allí regresaría de nuevo a Galilea, al pueblo de Carfanaún donde iniciaría su predicación. Sus discípulos fueron pescadores o cobradores de impuestos. Gente sencilla, humilde, sin mayor formación, y muy lejana de los palacios y de la alta dirigencia política o religiosa.
A su paso curaba a todos los enfermos y enseñaba cual era el verdadero camino para llegar a Dios y a la vida eterna. Hablaba de la bondad, del perdón, del amor, de la fraternidad. Pero se le acusó de borracho y comilón. De codearse con gentuza insignificante y pecadora. De blasfemo: de hacerse llamar Hijo de Dios.
Sin embargo, por su cuerpo corría la sangre de David, Jacob, Isaac y Abraham. La misma sangre que derramaría para que pudiésemos entender cual era el camino a seguir en esta tierra donde el juego de los humanos por el poder y la riqueza se conjuga con la maldad, la injusticia, el engaño y la hipocresía.
Hoy sabemos que ese joven “rebelde” de Galilea, que se enfrentó a su propia Iglesia, al Sumo Pontífice, al Consejo y a los Doctores de la Ley, a los santos fariseos y saduceos, no solo representó con sus acciones y palabras el verdadero espíritu de Dios, sino que de hecho, fue el mismo Dios que se hizo hombre y que aun después de muerto permanece vivo, muy cerca de nosotros.
Ese hombre llamado Jesús, nunca se ha alejado de nosotros. Celebremos, entonces, la Navidad con la misma alegría que Él nos mostró en las bodas de Caná, rodeados de familiares y amigos.